Por Álvaro Molina
El otro día, escarbando entre los archivos descargados en mi computador y guardados en un disco duro, me encontré con una carpeta cuyo peso rondaba en un gran número de gigabytes. Como me lo esperaba, era la “colección” de música que había hecho desde los años del colegio. Alrededor de 100,000 canciones y 30,000 discos y un número no menor de artistas concentrados en un pequeño dispositivo. Wow. Si todo ese material lo hubiera trasladado para hacer un cálculo en cuánto había “gastado” en música, probablemente estaría pagándolo con un costoso crédito por el resto de mi vida. Pero claro, no es el caso, porque gran parte de esa colección fue descargada gratis. O, en estricto rigor, ilegalmente a través de servidores de torrent o descargas directas. Empecé a pensar que quizás estaba en un dilema moral: como amante de la música y de lo que esta puede lograr en nosotros, no era muy conveniente para mis artistas favoritos el estar disfrutando de su material de manera totalmente freeloader o “pirata”.
Me dolió un poco el estómago. Ahí estaba yo, en la comodidad de la casa, disfrutando gratis del trabajo de una banda que, mientras tanto, probablemente le costaba llegar a fin de mes o no tenía las comodidades que me imaginaba que podían tener. En un contexto donde la industria de la música se ha inscrito en lo que Chris Anderson ha denominado como “economía long-tail“, al parecer yo mismo era uno de esos consumidores cuyo infinito apetito por acaparar productos musicales (de manera ilegal) estaba contribuyendo a devaluar la forma estética y productiva de uno de los factores más importantes en el mercado de la música, aquel que la ayudó a configurarse como un fenómeno de la cultura popular de masas y de libre acceso, popularizando a artistas, construyendo escenas e inyectando miles de millones de dólares a la industria. Me refiero al álbum musical o “disco”. A través de concentrar todo lo que descargaba en playlists que podía dejar sonando todo el día, estaba olvidando uno de los momentos más sacrosantos en la experiencia musical grabada, que es cuando se comparte un mensaje conceptual otorgado por una artista a través de una obra completa como lo es el álbum.
En su libro Freeloading: How Our Insatiable Appetite for Free Content Starves Creativity, el escritor neoyorkino Chris Ruen formula una serie de argumentos bastante válidos para desacreditar el movimiento de los defensores de lo “gratis”. En él, Ruen asegura que deberían ser los artistas quienes deciden cuán accesible es su trabajo, al menos durante un tiempo determinado, estando en todo su derecho para tomar esta decisión (Ruen, 2012). Si el artista desea que su trabajo sea difundido y administrado por grandes compañías, allá el. Si el artista desea que su trabajo sea distribuido de manera gratuita, también es una opción (bastante atractiva para nosotros, el público, claro está). Pero la distinción de Ruen se hace en este punto: debiera ser el artista y no los servidores “piratas” o de descarga directa (ej. MegaUpload, The Pirate Bay, MEGA) los que toman esa decisión. En síntesis, el autor propone que si uno disfruta de la música, si en verdad es algo que apasiona, “entonces quizás es hora de pensar en compensar a los artistas por su trabajo” (Byrne, 2014).
Al mismo tiempo, este aprieto se inserta en el contexto de la economía long-tail y sus diferentes externalidades que sí afectan – y en gran medida – a la industria musical y su distribución y administración. Chris Anderson, quien trabajara el término en su libro ‘La Economía Long Tail’, argumenta que este mercado económico opera de la siguiente manera:
Todavía existe una demanda de ofertas culturales de gran repercusión, pero ya no son el único mercado. Ahora los productos de éxito compiten con un número infinito de nichos de mercado de todo tamaño. Y los consumidores se inclinan cada vez más por el que ofrece más opciones. La era de “un tamaño-apto-para-todos” ha terminado, y en su lugar ha surgido algo nuevo: un mercado de multitudes (Anderson, 2007, pág. 16)
Tal “número infinito de nichos de mercado” probablemente se ha expandido aun más con el advenimiento de la era de internet. Y tales “consumidores [que] se inclinan cada vez más por el que ofrece más opciones” pueden ser, en parte, aquellos que como yo se convirtieron en seres con un apetito insaciable por acaparar la oferta cultural disponible en la web. Y no es casualidad que, muchas veces, devorar “gratis” el trabajo de los artistas subido ilegalmente a internet termine por desangrar la experiencia de música grabada por excelencia: el álbum.
En un artículo publicado por el portal ‘All Songs Considered’ de NPR el año 2012, su escritora, una pasante de 21 años llamada Emily White que reconocía que su mundo estaba centrado en la música, reconocía que en su vida había comprado alrededor de 15 CDs y que su biblioteca digital (descargada ilegalmente, igual que la mía) era el resultado de haber sido criada por el freeloading de la época digital. No es necesario profundizar demasiado en que el artículo suscitó una ola de críticas y respuestas en internet. La pobre Emily tuvo que ampararse al alero del editor de ‘All Songs Considered’ para suavizar la escalada de objeciones que surgió debido a su artículo. En cierto sentido, empatizo con ella. Pero no quiero desviarme del tema central de este artículo, por lo que volvamos al álbum musical.
Actualmente existe una forma bastante especial de consumir música. Los servicios de streaming como Spotify o Apple Music utilizan muy a menudo el ethos de consumo a través de las famosas playlists o listas de reproducción personalizadas por uno mismo o recomendadas por el servicio mediante la aplicación de “filtros” (incluso, Apple Music se jacta de tener una vasto número de curadores exclusivamente a cargo de ofrecerte lo mejor según su opinión de especialistas). Basta con abrir la página de inicio en el perfil de Spotify para que aparezca una plétora de listas de reproducción para “cocinar”, “hacer ejercicio”, “estar con los amigos”, “Top 50 de canciones en tu país”, “lo mejor de tal década”, “música para hacer el aseo” (sí, esas también existen), etc. Cada una de estas listas ronda entre 50 y 150 canciones sueltas, la mayoría singles de moda y que a cualquiera de nosotros nos puede agradar. Es la práctica de “pongamos una lista de Spotify” y que la reunión, fiesta o sea cual sea la actividad, se acompañe con la música favorita de cada uno. Una larga cola de reproducción y, al mismo tiempo, una larga cola de nichos específicos destinados a satisfacer las infinitas necesidades de un consumidor musical. No es ningún crimen, claro. Tampoco es repudiable. Sin embargo, el fetichismo de las listas de reproducción y las canciones “sueltas” es una práctica que, claramente, se convierte en un campo minado para los artistas o consumidores que aun prefieren el formato “clásico” del álbum, del set de canciones que comparten un universo común en un determinado lanzamiento.
Pienso que este fenómeno tiene un peor asidero cuando, además, nos enfrentamos a la larga cola de descargas ilegales en internet. Principalmente cuando lo que buscamos es “esa canción del disco que me encanta” o “la que escuché en esta película o comercial”, olvidando el resto del álbum o el contexto del que germina dicha canción. Otro ejemplo son las aplicaciones que han surgido con la función de “reconocer” la canción que uno está escuchando; así es como Shazam o SoundHound se han vuelto populares a la hora de identificar qué es lo que se está escuchando en la radio, en una fiesta o con los amigos. Bastante útil, ¿no? Sin embargo, existe la tendencia a quedarse tan sólo con dicha canción y, de nuevo, olvidar su pertenencia compartida con otras canciones en una obra completa.
Obviamente, el formato del single o “sencillo” tiene la función de dar a conocer a un artista mediante una canción pegajosa, a veces incluso la más “representativa” de su música. Pero a la larga nos enviciamos con una canción para incluirla en alguna de nuestras listas de reproducción y el resto del esforzado trabajo del artista lamentablemente brilla por su ausencia. En un artículo publicado por el portal Consequence of Sound se argumenta en base a esto mismo para reflexionar sobre la triste y lenta desaparición del rock como un género influyente en la cultura pop actual. Los cambios culturales han provocado que el álbum pierda relevancia ante los masivos lanzamientos del “éxito” (o hit single) de un artista, algo que el pop y el hip-hop han demostrado practicar intensamente en el último tiempo. En otras palabras,
El rock se ha aferrado a este artefacto [el álbum] más testarudamente que cualquier otro género, a pesar del hecho de que las ventas totales de álbumes continúan a la baja a un ritmo precipitado gracias al aumento de la popularidad del streaming y las listas de reproducción personalizables […] La gran mayoría de los lanzamientos más importantes del 2016 jugaron holgadamente con la idea convencional del álbum (Nota: según Billboard, en 2016, los lanzamientos más populares fueron disputados exclusivamente por los géneros pop y hip-hop).
Y así es como no enfrentamos a un escenario dilapidado y empantanado, donde la industria musical se mantiene a flote en un terreno fangoso. Por un lado, tenemos este tema que hemos discutido a lo largo del artículo, donde las ventas totales de discos van descendiendo en picada, mientras que el fenómeno de las listas de reproducción, el fetichismo del single o sencillo, las descargas ilegales y la devaluación del álbum ha provocado un cambio cultural sin precedentes en la era del consumo libre y el acceso a información (casi) infinito. Pero, no todo está perdido. Según el diario británico The Guardian, la industria musical se ha revitalizado gracias a que los servicios de streaming resuelven los ingresos de artistas de diferentes décadas (léase, desde Neil Young hasta Lady Gaga) y, además, permiten dar tribuna a escenas de nichos demasiado locales que, de otra forma, encontrarían difícil difundir su material. Este último es un ejemplo que ilustra cómo estos nichos pueden sumarse o agregarse; en palabras de Anderson “hay tantos productos de nicho que colectivamente pueden crear un mercado que rivaliza con los éxitos” (Anderson, 2007, pág. 74). Claro, resultaría utópico pensar que la escena de hip-hop experimental e independiente de Dinamarca disponible en Spotify pueda competir contra los grandes éxitos del pop como Miley Cyrus o Coldplay, pero si a ese nicho específico le vamos sumando otros, es plausible pensar que hay una audiencia en disputa. Sobre todo si es una audiencia que, a través de la programación de filtros ofrecida por los servicios de personalización en cuanto a lo que “se desea escuchar”, se mueve entre los espacios de “lo que conocen” (los productos más populares) a “lo que no conocen” (los nichos) (Anderson, 2007, pág. 145).
Todo lo anterior suena similar a lo que Anderson menciona acerca de la economía long tail, específicamente cuando argumenta acerca de los nichos de mercado y la preferencia de los consumidores por aquel que ofrece más opciones. Los costes de acceso a los nichos van bajando cada vez más; ya no es extraño encontrar suscripciones a servicios de streaming como Spotify, Deezer o Apple Music por un monto más que razonable para acceder a un enorme número de canciones que, de lo contrario, nos resultaría costoso adquirir en formato físico, por ejemplo. Es necesario precisar que esto también estaría eventualmente reforzado por un cambio social, el cual podríamos interpretar desde diferentes perspectivas. ¿Una liquidez moderna en el mercado cada vez más amplio de la música? ¿Fetichismo por una mercancía virtual (en el caso de la popularidad del streaming) que tiene tan sólo un valor de uso por un valor de cambio mínimo? ¿La industria cultural que, según las teoría de Adorno y Horkheimer, se centra en un control masivo de los medios para darle al público obras de arte completamente alienadas? La verdad es que es una situación que puede parecer abrumadora, incluso imposible de revertir. Pero no olvidemos, nuevamente, el contexto descrito por Anderson, en donde también surgen nuevas oportunidades de financiamiento para los músicos a través de plataformas de crowdfounding o nuevos métodos de difusión. Me gustaría terminar con una cita que David Byrne, líder de la banda Talking Heads y un autor reputado en esta área, menciona acertadamente en su libro ‘Cómo funciona la música’:
A veces, ante la disminución de los ingresos de los músicos se dice que los artistas deberían dejar de vivir en el pasado y buscar nuevas formas de financiación, sea respaldo empresarial, conciertos en directo, Kickstarter o ceder sus canciones a anuncios. Pero no todas las alternativas alientan una vida libre, vibrante y larga en las artes. Las campañas de Kickstarter apoyadas por fans están pensadas para financiar un proyecto concreto, no una carrera continuada en la música […] Últimamente recelo del efecto del modelo de patrocinador empresarial tipo Medici en la música actual y de lo que este modelo hace a la vida de una persona (Byrne, 2014, pág. 269)
Esperemos que la revitalización no quede exclusivamente en manos de grandes compañías o del patrocinio de corporaciones, como apunta correctamente Byrne. Lo mejor, si es que queremos salvar a los artistas que se sacrifican por su trabajo, sería “partir por casa”, como se suele decir. Por lo tanto, iré a resolver mi dilema sobre la colección “pirata” que habita en mi disco duro.
Referencias:
Anderson, C. (2007). La economía long tail: de los mercados de masas al triunfo de lo minoritario. Barcelona, España. Ediciones Urano.
Byrne, D. (2014). Cómo funciona la música. Barcelona, España. Penguin Random House Mondadori.
Ruen, C. (2012). Freeloading: How Our Insatiable Appetite for Free Content Starves Creativity. Melbourne, Australia. Scribe Publications.
Estimado Álvaro, primero que todo, destacar que el tema es muy atingente, y también destacar la calidad de las referencias vía link que incluiste en el artículo, los cuales podemos confirmar que son de calidad (NPR es una de las cadenas mediáticas de mayor capital cultural en Estados Unidos). Y es que el ethos de la creatividad actual está siendo colonizado por un mercado insaciable de fans repartidos en nichos que llegan ser hasta irrisorios. Ahora bien, hay un aspecto que es clave en este tema y que creo que no queda bien resuelto en el artículo que es el tema del consumo musical gratuito frente al consumo pagado, por canciones sueltas. Hay evidencia de que el prosumidor actual sí se está atreviendo a comprar cada vez más en la larga cola, por un precio moderado, usando su tarjeta de crédito, algo que para las generaciones del siglo XX fue más difícil aceptar. Quizás se esté resolviendo en algún nivel el empobrecimiento de la industria cultural que produjo la masificación de la piratería. Pero algo se ha perdido, tal como Walter Benjamin vio en el arte una pérdida de aura en la era de la reproductibilidad técnica. Algo se ha perdido, que lo evidencia la decadencia del álbum de la banda que propone un pequeño universo creativo. ¿Podrías dar ofrecer alguna breve reflexión sobre esta pérdida?
Estimado Jorge,
En primer lugar, muchas gracias por tu comentario! Pienso que esta (eterna) ‘lucha’ entre el consumo musical gratis versus el consumo musical pagado tiene consecuencias que a Benjamin le harían dudar sobre el estado actual de la industria cultural.
Por ejemplo, el consumo pagado. Cuando este ‘prosumidor’ tiene a la mano una cantidad increíble de canciones y artistas disponibles para escucharlos, sea en formato ‘álbum’ o formato ‘playlist’, la gracia está en que la forma de consumir música se ha vuelto cada vez más susceptible de ser personalizada o ‘a la carta’ (en ese caso, se vuelve interesante el fenómeno de los filtros o las ‘recomendaciones’ para el usuario). Esta personalización del consumo creo que puede motivar a resolver un poco el empobrecimiento de la industria cultural, dado que las elecciones sobre ‘qué quiero escuchar’ y ‘qué no quiero escuchar’ en tal o cual momento, se vuelven mucho más libres en comparación a lo que ocurría en el siglo XX. En ese entonces, era mucho más entendible la tendencia a comprar un álbum o un single para poder escucharlo todas las veces que uno quisiera cómodamente en un equipo de reproducción convencional a la época. De lo contrario, había que estar pegado a la radio todo el día esperando a que sonara esa canción que tantas ganas tenías de escuchar. Por lo tanto, la ‘liberalización’ (entendida como las infinitas oportunidades de escuchar lo que uno quiere) de la forma de consumir música sí puede estar contribuyendo a que más gente quiera pagar por algún servicio de streaming que le otorga total libertad para poner en reproducción lo que sea. De hecho, las publicidades de Spotify ponen mucho ahínco en esto de “escucha cuando, donde y cómo quieras…”. Asimismo, abre una enorme puerta de oportunidades para descubrir nuevas cosas que probablemente sean similares al gusto personal. En este sentido, hoy por hoy las descargas ilegales o piratas pueden estar perdiendo terreno, dado que se vuelve cada vez más difícil encontrar algo para descargar en una calidad decente (con los servicios de streaming no hay que preocuparse de este tema, salvo si la persona es una audiófila con sus propias mañas) o evitando la oleada de virus que puede traer consigo. Incluso, la DMCA (Digital Millenium Copyright Act) en conjunto con el FBI se han encargado de ‘fiscalizar’ constantemente las páginas donde puedan estar albergados archivos susceptibles de ser descargados ilegalmente y procesar a los ciudadanos que incurren en estas violaciones a los derechos de autor. En resumen, creo que factores como estos (y, probablemente, muchos más) pueden estar incentivando a que las personas queramos ahorrarnos problemas y paguemos, por un precio moderado, la comodidad y seguridad a la hora de escuchar música.
Ahora bien, entrando en una reflexión sobre ‘qué se ha perdido’ o cuál es el aura que hace falta en este tema, creo que lo más importante es que se ha perdido el sentido de ‘comunidad musical’ o ‘comunidad a través de la música’ debido al fenómeno abarcado en el artículo. ¿Por qué? Si bien en el siglo XXI es bastante fácil construir una red colaborativa de melómanos y personas asociadas a un ‘universo creativo’ a través de las redes sociales, hay un componente que sí estuvo presente en el siglo XX y que ayudó a configurar lo que se conoce como las ‘escenas musicales’, pero que hoy está en decadencia como influencia de cultura popular: las tiendas de discos. A pesar del revival en la venta de los famosos vinilos e incluso de los cassettes (!), el artículo de Consequence of Sound citado en el post indica que este fenómeno se aplica, en su mayoría, a los discos considerados como ‘clásicos’ (digamos, antes del 2000). Por lo tanto, estamos frente a una escasez de redes comunitarias que aporten a las escenas que están palpitando hoy en día, dado que las elecciones de compra (en formato físico) se orientan a ‘reliquias’ y a ese ‘aura’ de clásicos de todos los tiempos, lo cual está muy bien, pero tiene sus repercusiones para el resto de la comunidad. Entonces, así es como las tiendas de discos, otrora puntos de reunión para que los punks, metaleros, hip-hoperos y cualquier otra subcultura ligada a un género musical pudiera conformar lo que se conoce como ‘escena’, lentamente estos locales van perdiendo terreno e influencia en la cultura contemporánea. Claramente esto último es pensando a futuro considerando algún legado que puedan dejar sobre lo que está pasando hoy en día y no sobre lo que pasó en función de bandas que ya llevan 20 o 30 años sin existir. Todo esto (y más) provoca que los artistas hoy por hoy no sientan demasiadas motivaciones a lanzar algo en formato físico. Un gran número de ellos tiende a pensar “¿para qué lo voy a hacer si nadie lo va a comprar? Mejor que escuchen el disco en Spotify o monetizado en YouTube y así por lo menos algo de plata fácil puede llegar”. Por lo tanto, el ‘aura’ del formato físico, esa sensación especial que da, en este caso, el hecho de tener el trabajo del artista en tus manos y la serie de connotaciones estéticas y socioculturales que trae consigo, lamentablemente no perduró o no le tocó a los artistas de esta generación, salvo a nichos reducidos. Al final, es un trade-off que es imposible de equilibrar totalmente; por una parte, es fascinante tener al alcance de la mano todo lo que uno quiera escuchar, pero por otra parte, nos olvidamos de quiénes están detrás de nuestras playlists o recomendaciones hechas por algoritmos (por ejemplo, se me ocurre la pregunta ‘¿para qué leer revistas de música, si total las recomendaciones me las puede dar mi servicio digital personal?’), por lo que el peso que puede tener una comunidad musical o ‘escena’ en la cultura popular se vuelve cada vez más ligero. En todo caso, creo que esto se debe a ciclos, y la verdad es que las herramientas para enfrentar estas situaciones están disponibles. Habrá que ver las estrategias para hacerlo.
Perdón si mi comentario fue muy largo.
Saludos!
Álvaro
Estimado Álvaro:
La temática que has abordado es en efecto bastante atingente y creo que nos deja pensando respecto a nuestra propia colección de canciones olvidadas en las carpetas de descarga. Siendo hijos de la revolución digital y teniendo pocos recuerdos de los antiguos cassetes y discos vendidos en disquerías probablemente ya quebradas, no dejo de pensar en los planteamientos del economista y sociólogo Jeremy Rifkin y el costo marginal cero.
Dado que vivimos en una era donde la música se compra (sea por canción o por álbum) en la internet, estamos ante la particularidad de que los productos musicales actuales nacen en la lógica del coste marginal cero. Claro está, los músicos (o la mayoría de ellos) deben pagar sumas considerables por concepto de estudio de música y edición, sin embargo, creada una unidad ¿duplicarla en internet no es gratis? En sentido estricto, esa canción extra descargada no tendría valor dentro de esta larga cadena de producción y distribución.
Sin embargo, debo reconocer que la música debe tener un valor extra en el sentido artístico, y bien lo sé porque estoy dispuesta a pagar por los nuevos cds de mis artistas favoritos. Sin embargo, es difícil mantener esa mirada romántica del rubro frente a una lógica económica ¿Cómo explicar cuánto vale lo artístico en un mundo de costo/beneficio? Claro, eso era más fácil en la época de lo tangible, donde impera la medición entre oferta y demanda.
Dándole crédito a Rifkin y su propuesta de procomún colaborativo, la internet ha logrado democratizar esferas que antes eran completamente manejadas por grandes empresas, incluso monopolios, y la música no escapa de esto, de esta manera el coste marginal cero de la distribución digital ha logrado favorecer la abundancia de canciones a precios bajísimos e incluso gratuitos. Bien hay que recordar que la “piratización” de este proceso esconde rasgos excesivamente capitalistas de ver a la música y la propiedad privada.
Dicho esto, creo que los músicos están experimentando una situación muy similar al resto de la sociedad. Las innovaciones tecnológicas y digitales llevan consigo una sustitución del hombre por la máquina, o en este caso, del cd físico al megabyte por internet, lo que claramente trae una pauperización del rubro. Muchos trabajadores han visto sus puestos de trabajo reducidos a causa de nuevas tecnologías y el mercado laboral tendrá que hacer frente a nuevas reducciones producto de la búsqueda de eficiencia y productividad. En este sentido, los músicos son uno de los tantos afectados dentro de la gran cola de trabajadores que han visto reducidas sus posibilidades de ingreso frente a la colonización de la nueva revolución. Viendo el lado positivo, muchos artistas han usado nuevas plataformas para promocionar su arte y generar ingresos (YouTube entre los más usados), así que podríamos decir que este boom tecnológico te quita, pero también te da.
En este sentido, propongo ser optimista por un momento (al estilo de Rifkin) y pensar que la música a un dolar es una bondad de las nuevas tecnologías que permiten accesos más equitativos a los beneficios que antes ostentaban unos pocos, después de todo, si cada vez el trabajo humano se hace más reemplazable, la gratuidad e interdependencia debería ser la norma de una serie de bienes y servicios que por el momento son prohibidos a gran parte de la población.
¡Saludos!
Hola Valentina!
Muchas gracias por tu comentario. Creo que es muy válido ser optimistas hoy en día, básicamente porque comparto tu punto sobre el “boom” tecnológico que quita algo, pero al mismo tiempo entrega una serie de beneficios como, por ejemplo, el aumentar los espacios para la difusión musical.
Hay un ejemplo muy ilustrativo y algo reciente que se enmarca en este fenómeno. Cuando Radiohead lanzó su disco ‘In Rainbows’ para descarga por internet en 2007, la idea es que uno pagara lo que quisiera por tenerlo (desde $0 hasta el precio que se te ocurriera). Para muchos era una forma revolucionaria de distribuir música, ¡un disco muy anticipado y que se podía descargar fácilmente!forma muy inteligente de poder llegar a nuevas generaciones que son nativas del internet. Esta lógica del “pay-what-you-want” fue importada a la plataforma digital Bandcamp, la cual ha esta jugando un rol muy importante en la forma de valorizar la música en la era de las redes y las nebulosas en la web. Por ejemplo, los artistas pueden subir su material y establecer cuánto se debe pagar para obtener una copia digital o física (eso sí, raramente el disco material es liberado de forma gratuita). Por lo tanto, creo que la responsabilidad en la valorización (monetaria/económica) de la música actualmente recae en nosotros, los fanáticos. Sin embargo, tomando lo que mencionas acerca del “coste marginal cero”, creo que eso puede terminar minando un poco la relación entre audiencia y artista si es que continuamos “duplicando” gratuitamente todo a través de internet; a veces pienso que los músicos optarán por dos extremos: intentar ejercer un control casi totalitarista sobre su música y derechos de distribución (quizás amparados por una bandera de “muerte a los piratas”) o bien, retirarse de la producción de música porque, honestamente, hacerlo “por amor al arte” es una idea que lentamente va difuminándose hasta desaparecer totalmente.
Finalmente, creo que la idea es muy simple. Si te gusta el artista y su música, ¡compra el disco! O suscríbete a algún servicio de streaming que, a pesar de todo lo discutido en el post, estoy muy de acuerdo en que permiten revitalizar de alguna manera la industria musical, tanto porque rentabilizan la música de los artistas por conceptos de royalties, o bien porque permiten dar tribuna a una serie de artistas que, de lo contrario, estarían ocultos en sus nichos sin la oportunidad de poder ver la luz.
¡Saludos y un abrazo!
Estimado Álvaro:
El tema que has abordado, además de estar muy bien planteado, me parece se suma relevancia social, pues creo que la música es capaz de determinar los días y ánimos de las personas.
Me es inevitable aceptar este fenómeno como parte de una sociedad contemporánea que se desarrolla en una multiplicidad de estímulos y alternativas a un ritmo en el que, a opinión personal, el individuo no es capaz de administrar (ignorando el sentido económico) sus decisiones de manera consciente. Sin querer desviarme del tema, me parece que se inscribe en un escenario en el que las situaciones sociales, procesos y personas son de poca estabilidad, más bien, un escenario de variación e interconexión constante. En esta sentido, creo que el álbum musical representa esa estabilidad en el ser humano. Atiende a la idea de proceso, el cual es tan real y propio de la naturaleza y del hombre.
Soy fiel pensador que, el ritmo en el que se desenvuelven diariamente las sociedades actuales, no es beneficioso ni está a la misma frecuencia que el “mundo” individual propiamente tal. Me parece entender un escenario en el que las personas, para desarrollarse en la sociedad actual, deben constituir su identidad y reconocerse a ellos mismos, pues los estímulos y alternativas de todo tipo, que ofrecen las sociedades, encaminan en diversas direcciones a los sujetos con facilidad, sin ser muy conscientes de ello. En esta línea, me parece que el álbum musical otorga esta identidad, refleja un fondo con contenido que permite a los individuos reconocerse con justificación y base que lo sustenta. Hoy en día se vive en duda todo el tiempo; el no saber por qué me gusta esta canción y por qué no otra, o cuál género es el que le corresponde a mis gustos, alimentando estas por la multitud de alternativas de hoy. Las dudas e incertezas, atendiendo al caso de la música, surgen porque no existe ese sustento base que nos “tranquilice”, porque no hay una consciencia que se identifique con un proceso en el que uno entienda los factores diversos que lo constituyeron y se reconozca.
Creo que el álbum representa, desde su aspecto físico, la saciedad de corresponder con una mensaje conceptual del cual se entiende conscientemente. Significa un lazo más fuerte con los autores de la pieza, una conexión mantenida por una idea. Refleja el reconocimiento individual con el álbum, en el que se es dueño desde su condición tangible, no desde una aplicación de la que, finalmente, uno depende. De esta forma, interpreto de los streaming de hoy en día, en las que se seleccionan sencillos particulares fundamentalmente, un vacío conceptual y de proceso, que ha desencadenado por el desarrollo de géneros musicales que ofrecen canciones sin mayor contenido reflexivo, sin querer caer en que es lo que motiva a la reflexión, espero se entienda. Es un fenómeno que me preocupa bastante pero del que, sin embargo, me siento víctima, pues me motiva el reggaetón desde el sentimiento de escucharlo pero no me identifico con su mensaje. Siento, sin desmerecer a todos lo grupos que si lo hacen, que se evidencia una separación de la música con el mensaje musical y el artista, y creo profundamente que es mucho más provechoso cuando uno escucha una canción conociendo los contextos que esta pieza trae.
¡Saludos y que viva la música!